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FRANCISCO AGUDO, DEJÓ DE VIVIR POR 'ELA'


“La ELA es una enfermedad neuromuscular en la que las motoneuronas, un tipo de células nerviosas, que controlan el movimiento de la musculatura voluntaria, gradualmente disminuyen su funcionamiento y mueren, provocando debilidad y atrofia muscular. Estas motoneuronas se localizan en el cerebro y en la médula espinal”. [Fundela].

O lo que es lo mismo: una enfermedad que va consumiendo al valiente sufridor que la padece hasta que consigue apagarle del todo… hasta su corazón. Cae como agua fría. Hiela lo que pilla a su paso... Sí, es la de los cubos de agua helada.

El protagonista de esta historia la sufrió y acabó con su vida. Lo habitual es que una persona que sufre ELA tenga una esperanza de vida tras el diagnóstico de un periodo comprendido entre uno y cinco años -en función también de la fase en la que te la hayan detectado-. ELla es así. Llega sigilosamente para acabar con todo lo que encuentra a su alrededor. Sin piedad. Sin remordimientos. Sin ningún tipo de temor porque sabe que saldrá victoriosa en su misión al cien por cien. No ayuda tampoco que apenas se destinan fondos para la investigación.

Antes de EL(l)A

Nuestro protagonista se llama Francisco Agudo. Es importante conocer el nombre, porque la ELA, además, comete la osadía de convertir a sus enfermos en números. Solo números. Como si no tuvieran una vida, una familia… Natural de Bañobarez, un pequeñísimo pueblo de la provincia de Salamanca, aunque su vida se desarrolló en Yecla de Yeltes. Ganadero de oficio, lo habitual por aquellos lares. Sufrió y venció muchas dificultades a lo largo de su vida, pues, ya saben, parece que hay personas que no es que se encuentren baches en el camino, sino que tienen que recorrer auténticos laberintos hasta llegar a su meta.

Algo que siempre le definió es su lucha incansable es hacer de la ‘ayuda al prójimo’ el pan suyo de cada día, aunque a veces el prójimo se convierte en un auténtico villano que olvida rápido a quién tuvo al lado. Se casó pronto con Regina Ramos, con quien formó una amplia familia: primero llegó Marina, después ‘Tito’, en tercer lugar Dionisia, más tarde María José y, por último, María Dolores. Una familia de siete. Quién se lo iba a decir. Y después llegarían ocho nietos, con los que siempre tuvo una relación muy especial: Verónica, Sandra, Saray, Ernesto, Tamara, Lara, Christian y Paula. Disfrutó de su familia: su gran logro en la vida. Pero nunca se olvidó de sus amigos: todos cumplían con la tradición del vino en los bares de Vitigudino, cada martes, cuando el ‘mercadillo’ llegaba al lugar. Afortunadamente, Francisco disfrutó de su vida sin enfermedades, algo que siempre sorprendía a cualquiera que le preguntaba. Lo único que sufrió fue un susto con una moto, algo que desató en él un odio irremediable hacia ese tipo de vehículos. Siempre dijo: “en una moto, el parachoques eres tú mismo”. Hasta que llegó la ELA. Y sin moto de por medio, se convirtió en un parachoques que no detenía la caída al vacío.

Tras el diagnóstico

Cuando esa terrible enfermedad llegó a su vida, nada se sabía de ella. Casi ni los médicos. “Es una de esas enfermedades raras”. Y todos sabemos lo que esa afirmación implica: no hay cura posible. Ahí te das cuenta de que hasta las personas tenemos fecha de caducidad. Pero, como diría aquel: hay maneras y maneras.

Francisco solo vivió un año desde el diagnóstico. Y no fue fácil. Él, conversador incansable por naturaleza, sufrió donde más dolía las primeras consecuencias: perdió el habla. Además, tuvo que visitar el dentista y éste le extrajo una muela con anestesia… Y es que la anestesia, por si no lo saben, acelera los tempos de la ELA. Ya era del todo una carrera a contrarreloj. Tras eso, apenas se pudo comunicarse. Utilizaba un papel para ello, aunque a veces se cansaba y optaba por solo gesticular y sonreír. Porque, sí, Francisco, pese a todo, jamás perdió la sonrisa. Es la perfecta coraza del gladiador: nunca perder la esencia de uno mismo. Y encontró en su hija Dolores la mejor intérprete. Siempre tuvieron una conexión especial… quizá porque era la ‘benjamina’. Y la única capaz de comprender lo que intentaba decir cuando la ELA le arrebató la voz, como Úrsula en La Sirenita, solo que esto no era ficción… era la más cruda de las realidades. Después llegó el estómago. Perdió la capacidad de alimentarse como los demás y tuvo que utilizar una (incómoda) sonda en sus últimos meses de vida. No podía hablar y no podía comer. Era una muerte en vida. Pero al menos… aun era vida. Hasta que un 10 de diciembre de 2010 cuando su corazón habló y se paró para siempre: “hasta aquí hemos llegado Francisco, ahora tenemos que volar hacia otro lado”.

Aquel frío día de noviembre congeló, para siempre, un trocito del corazón de la familia Agudo… Y es que no solo tenían que superar la pérdida de Francisco, sino el ‘cómo’ se había ido. Cualquier adiós duele, pero lo que más sensación de vacío deja es la manera en la que uno lo dice… aunque, a veces, la vida -que dura coincidencia- no permite ni decirlo.

A mí esta historia me ha marcado. Y lo ha hecho, porque soy parte de ella. Francisco era mi abuelo, una de las mejores personas que la vida -esa tan bonita como cruel- me ha dado… Y su hija Dolores, mi madre. Desde el día del diagnóstico sueño con que el gobierno español convoque una rueda de prensa, en la que yo esté, y diga: “hemos encontrado una cura para la ELA”.

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